A
las 12:30 Saturia debía estar en la clínica. Debido a sus achaques, ya hacía
tiempo que andaba un poco torpe así que
esa mañana se levantó un poco más temprano de lo normal. Ya eran pocas
las veces que salía de casa pero cuando lo hacía le gustaba ir arreglada; como
cuando siendo niña la vestían de domingo.
Cuando
estuvo preparada y tras revisar su bolso comprobando que no olvidaba ningún
papel de los que debía llevar al doctor,
cogió su bastón y salió a la escalera.
Asida
al pasa-manos, con la precaución y la lentitud que da la avanzada edad, comenzó
a bajar los tres pisos que le separaban de la calle y mientras lo hacía no pudo
evitar pensar en todas las veces que a lo largo de los años habían intentado
instalar un ascensor. Pero el dueño del edificio siempre parecía tener
intereses mejores en los que invertir su dinero; al fin y al cabo aquella
comunidad era de renta antigua, ya no le era rentable, así que el ascensor
nunca se instaló.
Para
cuando terminó de bajar las escaleras y salió a la calle el taxi al que había
llamado le estaba esperando en la
puerta. El taxista, al verla, muy amable se bajó para abrirle la puerta.
-
Muchas
gracias hijo- le dijo Saturia una vez dentro del vehículo.
-
De
nada señora, ¿Dónde vamos?
-
Voy
a la clínica de la calle Algueró.
-
Muy
bien señora. No está muy lejos; en quince minutos estaremos allí.
Apenas
eran siete manzanas lo que les separaba de la clínica pero lo cierto es que,
quién sabe si por la habilidad del taxista, los quince minutos acabaron siendo
25 en los que Saturia le contó los achaques que tenía; el ruido que hacían los
nuevos vecinos del cuarto piso y hasta lo mucho que echaba de menos a su hijo y
a sus nietos que como vivían a 50 kilómetros les era difícil visitarla.
-
Trabajan
mucho, sabe usted. Mi hijo es economista y mi nuera tiene una peluquería.
Bueno…un salón de esos donde las chicas jóvenes van a que las pongan guapas.
Viven muy bien pero los pobres no tienen tiempo para nada- le explicaba
Saturia.
El
taxista, se limitaba a mirar por el espejo retrovisor y asentir de vez en
cuando y ella, que con ese asentimiento se sentía escuchada continuaba con su
historia de lo sola que se encontraba desde aquel fatídico día, de hacía ocho
años, en que Juan, su marido, abandonó este mundo para pasar a mejor vida.
-
¿Usted está casado?- le preguntó.
-
Sí,
señora.
-
Ay
hijo, pues cuide bien de su mujer para que le dure muchos años- le aconsejaba
Saturia cuando se detuvo el vehículo.
-
Lo
haré señora. Hemos llegado- le dijo el taxista mientras paraba el taxímetro.
-
Son
veintitrés euros.
Con
su pulso temblón, Saturia sacó el monedero del bolso y le entregó un billete de
50 euros mientras le decía:
-
Cobre
usted veinticinco, para que se pueda tomar un café.
El
taxista cogió el billete y nada más
hacerlo notó algo extraño en él.
-
Señora,
no le puedo cobrar nada porque este billete es falso.
-
¿Pero,
como puede ser? Si me los dieron la semana pasada en el banco. Ay dios mío que
vergüenza. Espere que le doy otro.
-
Si
se los dieron todos juntos seguramente sean igual que éste- le respondió el taxista
-¿Cuántos tiene?
-
Llevo
cuatro porque quería hacer la compra. No salgo mucho sabe usted; estas piernas
mías no son lo que eran pero…tenga, téngalos; a ver si valen. Que disgusto
madre mía.
El
taxista miró los billetes y con pesar le informó de que efectivamente y como él
se imaginaba eran todos falsos.
-
¿Y
ahora que hago yo, como le pago? –le preguntaba Saturia más avergonzada que
disgustada.
-
No
se preocupe señora- intentaba tranquilizarla el taxista –Si usted quiere, yo le
hago el favor de llevarlos a la policía y, como tengo su dirección, por la
tarde le llevo la denuncia y ya me pagará usted después.
-
Ay
hijo, ¿de verdad? Pues no sabes cuánto le agradezco su amabilidad.
-
Nada,
nada, señora, no se preocupe que yo se lo arreglo.
-
Menos
mal que todavía queda gente buena como usted. Muchas gracias y perdóneme hijo-
le decía Saturia mientras bajaba del coche.
-
Que
tenga buen día- se despidió el taxista.
Saturia
entró en la clínica y cuando le contó a Merche, la recepcionista, lo que le
había ocurrido, fue cuando comprendió que el taxista nunca le llevaría la
denuncia.
FIN
NOTA DE LA AUTORA: Quiero dejar de
manifiesto mi total respeto hacía el colectivo de los taxistas.
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