Como cada mañana, el sol, comenzaba a
despuntar en la sabana africana. Todo iba adquiriendo un color amarillo azulado
a la vez que se empezaban a percibir los sonidos provocados por el despertar de
la naturaleza. Poco a poco, los animales, iban saliendo de sus refugios
llenando la sabana con un ir y venir a veces veloz y a veces perezoso. Era el
mejor momento para realizar la caza pues aún estaban medio aletargados de su
descanso nocturno.
Escondido
entre los arbustos, Sindar, avistó una cría de gorila que andaba despistada
intentando encontrar el rastro de su madre. Hoy era su día suerte; nada menos
que una cría, eso significaba una buena suma de dinero en el mercado
clandestino. Claro que, si la vendía por piezas, podría sacarle el doble de
valor ya que las manos y la cabeza estaban muy bien cotizadas entre los ricos
primermundistas que querían presumir de un cenicero exótico sobre la mesa de su
impresionante salón.
Sin pensarlo
más levantó su arma, apuntó cuidadosamente y, procurando no acertarle en algún punto
que pudiera bajar el precio de la pieza, disparó.
El animal se
contrajo en una mueca de dolor y cayó al suelo rodando y dejando tras de sí una
senda de ramas y matorrales rotos. Rodó unos tres metros hasta que topó con una
piedra que detuvo su caída y, allí, quedó inmóvil.
El cazador
salió de su escondite y se acercó a donde yacía la masa inerte. La miró, estaba
muerto, el tiro había sido certero. Se agachó para comprobar donde había
recibido el impacto y entonces ocurrió.
Los ojos del
gorila se abrieron de forma repentina y Sindar notó un hálito, gélido como el
hielo, que le atravesaba todos los poros de la piel penetrando en su interior.
Asustado por lo que acababa de pasar se levantó y dio unos pasos atrás mirando
al gorila que no era más que un cuerpo sin vida. No sabía si lo que le acababa
de ocurrir había sido real o solo fruto
de su imaginación, lo cierto es que Sindar ya no se atrevió a acercarse.
Atemorizado y pensando que quizá fuese cierta la leyenda que se contaba se
alejó corriendo del lugar dejando abandonada la pieza.
Durante
algún tiempo, y a pesar de los enfados de su hijo que no entendía por qué a
pocos días de su primera cacería su padre se negaba a practicar la puntería con
él, se mantuvo casi encerrado en su casa. Si salía era para dar una vuelta por
su aldea. De momento, no se sentía con ánimo para volver a internarse en la
sabana.
Habían
pasado dos semanas y ya se encontraba totalmente recuperado del susto, se
sentía animado y deseoso de volver a su rutina y a la caza, por lo que decidió
que, al día siguiente, volvería a salir.
Ese día se
levantó muy temprano. Tras hacer un ligero desayuno a base de una pasta
blanquecina, se armó con su rifle, su bolsa con algunos alimentos y munición y
salió a la calle dispuesto a regresar con una pieza que compensase la que había
dejado abandonada en el bosque la semana anterior.
Todavía no
había empezado a amanecer cuando, por una calle que le sacaba de la aldea, se
encaminó a la sabana. Apenas había recorrido media calle cuando a lo lejos vio
a dos hombres que porteaban un bulto negro colgando de un palo que sujetaban en
sus hombros. Cuando se cruzó con ellos vio que lo que llevaban era una cría de
gorila. La miró, y al hacerlo sintió algo muy raro, un horrible dolor emocional
le golpeó sin piedad.
Estaba
estupefacto ante la escena. No podía creer que le estuviera pasando eso. Él
había crecido viendo matar gorilas, estaba muy acostumbrado a estar rodeado de
sus cadáveres; era de lo que se vivía en su aldea desde hacía mucho tiempo. Se
sintió tan mal que dio media vuelta y regreso a la choza que era su casa. Entró
y se dejó caer en el jergón que le hacía las veces de cama y allí, tendido, sin
saber que era lo que le estaba pasando se sumió en un profundo sueño.
Al día
siguiente despertó con una energía extraña que le había renovado todas sus
fuerzas, se levantó y salió a la calle. Unas tímidas nubes formaban una especie
de veladura que, a pesar de que había amanecido un día soleado, hacían que la
sensación de calor no fuera tan intensa como los días anteriores. Era un buen
día de caza y así se manifestaba en el tránsito de cazadores que, cargados con
sus armas, se dirigían a la sabana. Él también decidió hacer lo propio. Tomó
las cosas imprescindibles que iba a necesitar y partió hacía su quehacer
diario.
Después de
su largo caminar, llegó al lugar al que sabía que los gorilas acudían para desperezarse
de su descanso nocturno. Oteó su alrededor y se escondió detrás de unos
arbustos a la espera de la llegada de los primates. Llevaba poco tiempo en su
posición cuando escuchó ruido entre las hojas y se puso alerta pero pronto se
volvió a relajar. El ruido, no lo provocaba una posible presa sino un grupo de
cazadores que, al igual que él, habían elegido el mismo lugar para la matanza. Más
tranquilo, puso atención tratando de ver donde se colocaban los demás y
entonces se dio cuenta de que había quedado totalmente rodeado por ellos.
Tendría que salir de allí, en el momento que apareciese una presa estaría en el
centro de los disparos y podrían abatirlo. Poco a poco, levantando primero un
brazo, se fue incorporando pero apenas se había levantado un palmo cuando oyó
el ruido de un arma que era disparada, rápidamente se agachó y llegó a sentir
como la bala pasaba muy cerca rozando su cabeza. Fue entonces cuando cayó en la
cuenta de que la colocación de los cazadores había sido totalmente premeditada
para rodearle. Un sudor frío empezó a manarle de la frente y sintió como la
adrenalina liberada por el miedo que sentía le recorría todo el cuerpo.
Arrastrándose
entre los matorrales, sigilosamente, intentó salir de aquel lugar, pero una
nueva oleada de terror volvió a sacudirle al ser consciente de que los
cazadores le seguían, estaban tratando de darle caza como si de un gorila se
tratase. Decidió que lo mejor que podía hacer era echar a correr lo más rápido
posible, procurando no ser alcanzado.
Así lo hizo,
se incorporó de un salto y como alma que lleva el diablo se puso a correr tan
rápido que apenas notaba los golpes que recibía con las ramas que se iba encontrando.
Con su loca
huída, consiguió llegar a los límites del bosque, de donde se le vio salir
cansado y ensangrentado por las innumerables heridas sufridas en su desbocada
carrera.
Ya en campo
abierto, pudo, por fin, dejar de correr y caminar rumbo a su aldea. Iba
pensando y tratando de encontrar una respuesta a lo que le estaba sucediendo
cuando se sobresaltó al oír unas voces. Levantó la vista del suelo y pudo ver a
un grupo de cazadores que iban unos pasos delante y que comentaban la cacería
del día. No quería hablar con nadie así que volvió a bajar la cabeza y apresuró
el paso hasta que llegó a su altura y los adelantó. Tardó el tiempo suficiente
para llegar a oír como uno de ellos contaba que habían intentado dar caza a un
gorila, que lo habían perseguido, pero misteriosamente al llegar a la linde del
bosque lo habían perdido de vista. Esto le creó tal impresión que le hizo
acelerar el paso más todavía, como si con ese aceleramiento pudiese negar lo
que ya era una certeza. La leyenda no era tal leyenda.
Caminó un
largo techo y para cuando llegó a su choza estaba totalmente convencido de lo
que tenía que hacer; siempre había oído contar esa historia pero nunca el final
así que tenía que ir a ver al chamán.
Descansó un
momento para reponer las fuerzas y tras coger un amuleto y su rifle rehízo sus
pasos en dirección a las montañas. Ya había llegado a la mitad del bosque
cuando, al salir de detrás de unas piedras, se topó de frente con un cazador.
Fue tal la sorpresa que apenas tuvieron tiempo de verse pues el cazador
rápidamente apuntó con su rifle y disparó.
El tiro le
alcanzó en un brazo haciendo reaccionar a Sindar que sin pensarlo dos veces
accionó su gatillo y derribó al cazador de un solo disparo; siempre había tenido
muy buena puntería.
Ensangrentado
y dolorido, dejó caer el arma al asuelo. Por unos instantes se quedó totalmente
ausente. Era como si todo aquello fuese una pesadilla; él jamás había disparado
contra un ser humano.
No era capaz
de distinguir lo que sentía, tenía una sensación de indiferencia que tal vez
fuese provocada por el hecho de no conocer a la persona, pero a la vez también
sentía un miedo que no sabía de donde procedía. Quizá lo provocase el
sentimiento de haber sido capaz de matar a un hombre o el pensar en el castigo
que le esperaba.
Totalmente
aturdido por tales sensaciones caminó hasta donde yacía el cuerpo tendido del
hombre; quería comprobar si seguía con
vida.
Se agachó
ante él y, con una mano temblorosa, le giró para poder verle la cara. Sus ojos
se abrieron como platos y su cara se trasformó en una mueca de auténtico
terror. El cuerpo que tenía tirado a sus pies, el cazador al que había matado
con un disparo certero en el corazón, era su propio hijo, el mismo que por la
mañana se despedía de él alegre y contento porque al fin había llegado el día
de su primera cacería.
Caminó unos
pasos hacia atrás y se dejó resbalar por el tronco de un árbol que se encontró
a su espalda. Quedó sentado a sus pies, casi al borde de la inconsciencia y
siendo protagonista del final de la leyenda: sólo al sentir el miedo de la
presa y el dolor de sus semejantes al perder a uno de ellos, sólo entonces, se
conocería lo que era la caza en todas sus facetas y la maldición de verse presa
acabaría.
Permaneció
unos minutos allí sentado hasta que, lentamente, se incorporó y regreso junto a
su hijo muerto. Le tomó en sus brazos y como un movimiento reflejo echo a
andar.
Era tal el
estado de locura en el que se encontraba que no sabía ni hacia donde se
dirigía.
FIN
Un cuento como Dios manda, Charis. El intercambio de papeles, el cazador cazado o, mejor dicho, el verdugo convertido en víctima. Muy entretenido. A nivel formal, he visto alguna coma un tanto desubicada. Por ejemplo, "Como cada mañana, el sol,(esta coma entre el sujeto "el sol" y el predicado no debería estar comenzaba a despuntar en la sabana africana." Más adelante hay un par más. Un abrazo!!!
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